COLUMNA: Antes de llamar a la policía, intentemos conocer mejor a nuestros vecinos

Llamar a la policía es el último recurso para mí. El peligro inminente, no cualquier inconveniente, debería ser el estándar para hacerlo.

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Ashlee Rezin Garcia/Sun-Times

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Puedo contar la cantidad de veces que he llamado a la policía. Es más, no puedo, porque ha sido rara vez que marco al 911.

Llamar a la policía es el último recurso para mí. El peligro inminente, no cualquier inconveniente, debería ser el estándar para hacerlo.

Cuando vivía en Bronzeville, un vecindario con luchas de clase entre sus residentes afroamericanos, los vecinos del condominio notaron a algunos tipos sentados frente al edificio de ladrillo. Los hombres no vivían ahí, pero no molestaban a nadie.

Alguien sugirió que llamáramos a la policía en lugar de simplemente pedirles que se fueran. Me opuse. No convocamos a la policía probablemente porque los hombres finalmente terminaron moviéndose a otra parte.

Justo antes de que la policía de Minneapolis matara a George Floyd, una mujer blanca en Nueva York, Amy Cooper, utilizó sus lágrimas como arma para llamar a la policía y denunciar a un hombre negro que solo observaba pájaros en el parque Central Park. La situación no terminó en tragedia o en un hashtag, pero pudo haber terminado en eso.

Hemos visto a afroamericanos morir por el sólo hecho de ser negros.

Finalmente se ha abierto una conversación nacional en este país sobre la brutalidad policial. Desde hace mucho tiempo hay activistas que rechazan cualquier esfuerzo por hacer reformas policiales y quieren quitarles fondos a esos departamentos, incluso en Chicago. Sin embargo, otros críticos de la policía creen que los malos agentes que vigilan los barrios pueden ser desechados para mejorar la institución.

Pero todos nosotros debemos reflexionar más sobre nuestra relación con la policía.

Mis viejos vecinos de Bronzeville no querían acercarse a los muchachos en nuestra cerca por miedo. Vivir en comunidades acosadas por la violencia crea esa inquietud. En esa misma cuadra había ocurrido un asesinato una noche frente a una casa de piedra gris donde traficantes vendían drogas en las escaleras. La policía llegó con cinta amarilla mientras el cuerpo sangraba en la calle.

Sin embargo, lo que hicimos a continuación podría ser una lección. Formamos un club de residentes, contactamos a la compañía administradora del edificio problemático e invitamos a todos a limpiar las calles y los lotes vacíos. La calle Prairie Avenue no necesitaba que la policía reparara ese edificio.

Todos, incluidos los afroamericanos, deben cuestionar si llamamos a la policía demasiado rápido como una especie para abordar molestias. Nadie quiere vecinos que estén de fiesta tarde todo el tiempo, pero ¿llamar a la policía es la respuesta correcta, sabiendo que eso podría convertirse en una tragedia? ¿Vale la pena desatar el drama de sirenas y luces azules por un perro ladrando?

La confrontación en el momento no es una gran idea, pero una alternativa podría ser tocar el timbre del vecino al día siguiente o enviarle una carta.

En pocas palabras: necesitamos conocer a nuestros vecinos. Lo que no podemos hacer si siempre nos retiramos a nuestras casas y sacamos el teléfono para llamar a la policía. No podemos crear comunidad si no conocemos a nuestros vecinos.

Pedir a la policía que intervenga en las molestias cotidianas es un enfoque hostil en el mejor de los casos, mortal en el peor de ellos. Y contribuye a una cultura de vigilancia en la sociedad: la forma en que juzgamos a las personas en función de cosas como lo que traen puesto, el corte de cabello y lo que gastan. He sido culpable de hacer eso. La mayoría de nosotros lo hemos sido.

El año pasado llamé a la policía por otro asunto en Prairie Avenue, esta vez a 25 cuadras al sur de mi viejo condominio en Bronzeville. Teníamos un edificio familiar de dos pisos en el que algunos residentes no deseados se refugiaban ilegalmente. Lo habíamos intentado todo: cartas, abogados, visitas, hacerlos entrar en razón, llamadas telefónicas. Los residentes no deseados, que no tenían un contrato de arrendamiento o pagaban renta, permanecían en la propiedad siendo tan inflexibles como la hierba que crece en un jardín.

Un día, mi madre y yo fuimos al edificio de dos pisos para aclarar algunos asuntos, esperando lo mejor. Las puertas delantera y trasera estaban abiertas. Sonaba un televisor. Estaba oscuro. De ninguna manera íbamos a entrar ahí.

Llamé a la policía. Llegaron dos oficiales y contuve el aliento mientras sacaban sus armas y entraban. Cuando volvieron a salir, dijeron que el edificio estaba vacío. Sentí alivio.

Natalie Moore es reportera de WBEZ.org

Puede enviar comentarios sobre esta columna a: letters@suntimes.com.

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